Revista Noticias | Columna - La trampa metroemocional
La nueva masculinidad proclama sentimientos y actitudes opuestas al machismo. Pero la editora desconfía... y tiene sus razones.
Por Adriana Lorusso *
Lectura. En su libro “Yo me enamoro” (Ediciones B) Hugo Asch oscila entre la admiración y la crítica velada del universo femenino.
Todo empezó con una palabra. El periodista británico Mark Simpson bautizó como “metrosexuales” a los nuevos hombres, aquellos que lejos de ocultar sus tendencias femeninas, las exhiben adoptando hábitos hasta entonces sólo reservados a las mujeres. Por ejemplo, teñirse el pelo, ir de shopping, ponerse cremas y hasta maquillarse y depilarse. La creación de la dichosa palabrita tuvo un efecto dominó. El mismo Simpson descubrió a los “retrosexuales”, varones que a contra corriente de sus congéneres los “metro”, afirman su masculinidad con convicción. Después aparecieron los “übersexuales”, que comparten algo con cada uno de los anteriores, pero sin sus excesos. Machos exentos de fanatismo que aceptan con gusto sus debilidades femeninas.
Mujer al fin, la terapeuta española Rosetta Forner puso sobre el tapete el término “metroemocional”. Con más de propuesta que de definición, la nueva categoría plantea la existencia de varones que se hacen cargo de sus sentimientos. A diferencia de los “metrosexuales”, los “metroemocionales” están más interesados en “acicalarse” por dentro que por fuera. Lloran en público, hablan de sus sesiones de terapia y no sienten vergüenza en admitir que una mujer les rompió el corazón.
De más está decir que estas clasificaciones del universo varonil carecen de sustento científico. No hay estadísticas ni pruebas de laboratorio que avalen la percepción de una nueva era en la población masculina. Pero la sensación de que algo ha cambiado está en el aire y todos podemos sentirla.
En lista de variantes de la nueva sensibilidad de los varones, la que más nos inquieta a las mujeres es la opción del “metroemocional”. Un instinto atávico nos dice que la “guerra de los sexos” no pudo haber terminado así como así. Que tengamos que compartir nuestra crema antiarrugas, vaya y pase. Pero atacar en conjunto los pañuelos de papel para llorar a dúo es por lo menos alarmante.
“Yo me enamoro”, el libro del periodista Hugo Asch, puede servir como prueba de esta sospecha. Con la sabiduría que le dan una larga trayectoria en los medios y en la vida, no es casual que haya optado por un título tan seductor. Expuesto en las mesas de novedades de las librerías, una afirmación semejante tiene que atraer, sí o sí, las miradas femeninas. Muchas atacarán de inmediato las solapas para averiguar quién es el tipo que se anima a tamaña confesión. Otras irán directo a la caja para llevarse ya mismo un ejemplar a sus casas. A riesgo de parecer mal pensadas, podríamos afirmar que ese título obedece a un único y eterno objetivo masculino: levantarse minas.
Pero Asch, varón al fin y al cabo, no logra sostener la estrategia mucho más allá de las primeras páginas. El mismo que en la introducción confiesa que “con los años abandoné el escepticismo, dejé de ser un irónico, un hombre que asociaba el amor con la debilidad y demostraba sus sentimientos en cuentagotas. Un buen día (…) empecé a enamorarme a lo bestia”; unas pocas páginas más adelante acude al psicoanálisis para arriesgar que “la mujer es física, psíquica y ontológicamente, un vacío que el hombre debe llenar de alguna manera”. Un vacío, ni más ni menos. O sólo menos.
Hay que reconocer que el humor es la clave del libro. Y que incluso Asch logra ajustadas descripciones del fracaso de la comunicación, cuando el “universo varón” y el “universo mujer” se encierran en sus propios códigos. Pero nadie que se declare amante y admirador de los encantos femeninos puede dar una clasificación de sus posibles parejas con términos como “Lady Macbeth” o “Death Flies”. O concluir que cualquiera sea el tipo de mujer de que se trate (bellas, intelectuales, maternales o misteriosas) todas encuentran la manera de convertir a un hombre en un “pollerudo”.
Eso es lo que pasa con los “metroemocionales”, a poco de andar se les ve la hilacha. Aunque griten a los cuatro vientos que nos adoran, no pueden ocultar que sangran por la herida. Quieren ser mejores, pero fallan en el intento. Y al final, los machistas ganan la partida. Con ellos, los límites están claros y las estrategias se desvanecen. Además, son más sexies.
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