frívolas jóvenes casaderas de las matronas atareadas en beneficencias,
pero todas ellas vivían según reglas de una sociedad que cifraba en el
lucimiento de sus mujeres los valores de sus varones. De esas vidas
cotidianas, pero también de las escapadas que estas chicas sabían
darse, hablan La alta sociedad en la Buenos Aires de la Belle Epoque,
la investigación de Leandro Losada, pionera en su tipo, y El diario de
mi abuela, reedición de un hit de Lucía Gálvez.
Es un
lugar común reírse porque las chicas ricas de principios de siglo XX
eran cualquier cosa menos despiertas, o peor aún, levemente inquietas.
También lo es recordar alguna frase memorable, como la que se atribuyó
a una de las chicas Alzaga Unzué en tiempos de la Revolución Rusa:
“Cuando venga el comunismo, me voy a la estancia”. Y sin embargo, no
por habitual se convierte en estrictamente justo, o cuanto menos en
ajustado a derecho. Por esos azares editoriales, actualmente coinciden
en las librerías al menos dos piezas de ese rompecabezas, y permiten ir
entendiendo algo de las políticas de género en torno del 1900
argentino: uno, la reedición de El diario de mi abuela (Punto de
Lectura), en el que Lucía Gálvez rescata y pone en contexto algunos
fragmentos del –precisamente– diario de Delfina Bunge; otro, la
detalladísima, deliciosa y necesaria investigación de Leandro Losada,
La alta sociedad en la Buenos Aires de la Belle Epoque (Siglo Veintiuno
Editora Iberoamericana).
Primero el marco: reconstruye Losada que, terminando el siglo XIX y empezando el XX, la coyuntura internacional era tan favorable, las tierras de la pampa tan predispuestas (y vastas, avanzada militar mediante) y la suerte tan favorable que la clase propietaria, devenida dirigente, tenía más
dinero del que podía necesitar, por numerosa que fuera cada familia.
Tenía, también, un afán de distinción que probablemente haya nacido de
los primeros viajes a Europa, cuando la gente de old money del Viejo
Continente supo marcar los abismos sociales que separaban a esos
rastacueros de la distinción auténtica. Entonces empezó el aprendizaje:
lo que era la Gran Aldea de López dejó de lado el aire colonial y las
tradiciones españolas para inventarse como afrancesada. Se importaron
cocineros, institutrices, modistas, se inventaron costumbres de recibo.
No casualmente se instalaron con deliberación las costumbres de
sociedad, el modo más seguro y efectivo para filtrar los arribismos
(era necesario tener dinero y nombre, o al menos uno de los dos) y
garantizar una reproducción social adecuada, mercado matrimonial
estrictísimo mediante. ¿Por qué importaba? Porque las alianzas
políticas y comerciales se trazaban a partir de los lazos familiares:
el casamiento era una manera de propiciar acuerdos, ingresar en ciertos
círculos. “En la ciudad cosmopolita, el parentesco adquirió una
estatura como capital simbólico mucho más importante que el que había
tenido en la sociedad criolla”, como resume Losada.
En ese mundo las jóvenes casaderas eran llamadas “niñas”, habían sido educadas o bien en el hogar (el caso de las Ocampo) o bien en algún colegio
religioso con visos de exclusividad (el Santa Unión, por entonces
cercano a Plaza San Martín, rankeaba alto; allí fueron las Bunge),
tenían por dote –además de la herencia– sus virtudes morales, su
desenvoltura con los idiomas y las gracias que supieran adornar su
presencia en los eventos sociales. Eran hermanas, mujeres e hijas de
varones más bien liberales y anticlericales, pero tenían, por
pertenencia de clase, que mostrarse piadosas: asistir a misa con
frecuencia, comulgar y participar de sociedades de beneficencia (que,
cómo no, complementaban la tarea estatal, aunque también –como ya se ha
estudiado– constituyeron una suerte de feminismo maternalista “pues
revalidaron el lugar de la mujer subrayando el pilar que representaban
en la sociedad por sus roles tradicionales de esposas y madres”). (Hubo
también unas cuantas capaces de negociar con las expectativas de clase
y hacer la suya, como demuestra que existieran las que –en el ocaso de
la Belle Epoque, llegados los ’20– conformaron Amigos del Arte.)
Organizaban y presidían eventos que, además de dar ocasión a la
diversión, permitían tramar deslices y organizar módicas correrías,
como las kermeses de Parque Lezama o las fiestas temáticas en casas de
familia que programaban actuaciones especiales: luego de una actuación
destacadísima como directora de coros en la catedral de San Isidro, por
ejemplo, Julia Bunge se convirtió en la chica de moda requerida en los
salones; algunos años después, Victoria Ocampo fue una recitante
solicitadísima en las fiestas bien. La notoriedad podía ser un comodín.
Las salonnières “ganaron un peso propio que también les permitió asumir
ciertas extravagancias o transgresiones”, insiste Losada, que no en
vano recuerda a Susana Torres de Castex, que a fuerza de ser célebre
por el refinamiento de su salón obtuvo otra libertad: “No sintió gran
atracción por las joyas y el maquillaje, y solía vestir con cierta
sencillez. También fumaba y era entusiasta de la pesca, la caza –en la
que se destacaba por su célebre puntería– y el boxeo, aficiones todas,
desde ya, claramente masculinas”. Mujeres como ella, continúa, supieron
negociar desde el lugar menos esperado: “Siguiendo las pautas
tradicionales se podía obtener un grado de prestigio y de independencia
tan importante como rompiendo o enfrentándose a ellas. Las vidas de las
mujeres de la high society, por lo tanto, se vieron constreñidas pero
no impedidas por los límites que les imponía el ‘mundo masculino’ que
las circundó”.
Que el casamiento marcara un antes y un después en la mirada que la sociedad dirigía a las mujeres (que dejaban de ser niñas para convertirse en señoras; puntúa Losada: “De un lado estaban las jóvenes elegantes, atractivas, refinadas pero también frívolas, preocupadas por las últimas tendencias de la moda, de activa vida social. Por otro, las matronas, guardianas del hogar, proclives al pensamiento supersticioso (...) lánguidas, gruesas y corpulentas”) podía ser el pasaje a la libertad. Lo declara casi abiertamente Delfina Bunge, que tras años de sufridísimo noviazgo (por temor al cuerpo, por represión nacida de sus afanes religiosos –el compromiso casi se deshace cuando Manolo Gálvez, tan luego él, confirma a la virginal Delfina que, como otros muchachos de la sociedad, recurre a servicios de putas–, por timidez) casa con Manolo y... se lanza sin más a la carrera literaria que siempre había ambicionado. Lejos habían quedado los coqueteos con la vida de convento (estuvo a un tris de ser novicia), y cerquísima, en cambio, quedó el mundo de las letras gracias al casamiento con Gálvez: ella, educada para brillar en sociedad
(aunque en una familia, hay que decirlo, atípica) se sintió libre y
escribió cuentos y libros de enseñanza para la primaria, amén de otras
cuantas cosas.
La gran mayoría de esas mujeres, niñas, matronas, vivieron en silencio e investidas con el poder de las muñequitas de lujo, también con su impotencia. Pero por algún motivo muchas de ellas cedieron al impulso: dejaron testimonio escrito a posteriori (como Peers de Perkins), o bien tuvieron la fortuna de que sus diarios íntimos –más interesantes de lo que el prejuicio permitiría sospechar– cayeran, vivas ellas o no, en las manos adecuadas para ver la luz editorial (Delfina, su hermana Julia –un libro que
lamentablemente no fue reeditado–, María Rosa Oliver).
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