6/02/2007

Mi hombre Por Mónica Russomanno

 Las negras norteamericanas dicen "mi hombre" con las manos en la
cintura y la voz firme. Dicen "mi hombre" y no hay cómo contrariarlas. En
esas dos palabras cabe la vida entera y una concepción del universo. Al
escucharlas, se sabe que defenderán su propiedad con fiereza y convicción.
Ni siquiera pronuncian la palabra hombre como las blancas, les sale de las
entrañas, la arrastran por la garganta y la escupen con energía.
Cocinan, friegan y crían los hijos de y para su hombre. Hay una
felicidad en hallar un orden férreo para la propia vida. Una justificación y
una finalidad clara.
No se me ocurriría elogiar la sumisión. Sí la entrega completa y
generosa.
Decía un negro que con la mujer no se discute. Ella siempre tiene
razón. Y tiene razón porque lo ama y lo posee.
A sus hombres los critican, les exigen, los sermonean. Pero llegado el
momento, darán su vida por ellos sin medir consecuencia ni conveniencia. Son
suyos como los hijos, suyos como la fe en ese Jesús que extrañamente les
pertenece también, y a la que se entregan con la misma energía demoledora.
Jesús, ese hombre blanco, ese otro hombre que les pertenece y al que le
cantan con sus voces de orquesta de vientos haciendo temblar los templos de
madera.
Y sus hombres dicen "mi mujer", no "mi señora", no "mi esposa". No
pueden dejar de notar que sus mujeres son fuerzas de la naturaleza, hembras
con colmillos y garras, panteras que cuidan su prole y su macho.
Me emociona cada vez que escucho a una mujer negra expresar su
femineidad y su estar en el mundo a través de dos palabras.
Mi hombre, dicen, y se apropian de lo que les pertenece.
Qué falta de sofisticación, qué escasez de buenas maneras andar
proclamando así el amor posesivo. Asusta un poco. Repele como las verdades
dichas sin adornos. Produce melancolía a los tibios de corazón, que no
disfrutarán el cielo.
Mónica Russomanno
russomannomonica@hotmail.com



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