3/14/2008

me hubiera hecho monja



QUIERO UN NOVIO
Me hubiera hecho monja
Me arrodillo. Todo bien. No lo sufro. Hoy me quiero confesar, amigos.

En mi familia había faltante de hombres. Sobraban mujeres. Había mucha mina en la parentela. Mucha tía con problemas. Mucha prima desorientada. Mucha sobrina insoportable. Mucha ahijada que no calificaba ni para la casita robada. Hombres, lo que se dice hombres, de esos que escupen y tienen piernas peludas, nada. Sólo mi papá. Y mi papá trabajaba tanto. Mi papá estaba casado con el mismísimo Gas del Estado. Cuando crecí, para colmo, me metieron en el colegio de monjas más derechista de mi barrio. Sólo chicas, otra vez. Sólo chicas y claro, fue todo lo peor que tuvo que ser. Fue nefasto. Estuve más de diez años rodeada de treinta taradas y ahí yo, que era la más tarada de las taradas, empecé a entender a los hombres. Ahí viví de cerca lo que es la histeria femenina. Ahí supe todo lo difíciles, rebuscadas, envidiosas y frustradas que podemos ser.

Ahora, desde hace muchos años, trabajo metida en un círculo vicioso relleno de hombres. Hombres que están casados por voluntad propia y que son felices con sus rutinas de hombres felices. Hombres que están solteros involuntariamente y siguen de joda como en el secundario. Hombres que son novios y se niegan a estar presos como si los hubieran mandado en penitencia a Batán. Hombres que están separados y todavía piensan en sus maravillosas ex mujeres maltratadoras. Hombres que son fieles pero deberían separarse para mantener la salud mental. Hombres que picotean señoritas como si fueran pajarones. Hombres de familias pero que se aburren como hongos. Hombres que todavía juegan en la salita azul del jardín de infantes con muñecas bobas que no son nigunas Barbies. Hombres que tienen algo en la cabeza y hombres pelotudísimos también.

Hagamos cuentas. No pasaron muchos por mi vida. Creo que fueron menos de diez. Con toda la furia. No, no llego a los diez. No, es más, menos de ocho también. Contemos entre todos. Mi primer novio, el abogado. Uno. Mi segundo novio, el periodista. Dos. Mi tercer novio, el otro periodista. Tres. Ese que vi una sola vez esa noche. Cuatro. Ese no rankea. Un tarado que me hizo de novio medio mes. Cinco. No fue importante. El señor pianista con el que que salí a tomar algo a la salida del teatro aquella tarde. Seis. No me acuerdo el nombre. Pobre. Mi cuarto novio, el cocinero. Siete. El muchacho que vino después de mi último novio. Un bombón. Ocho. Y Juan. Juan, el del blog. Nueve. Nueve primeras salidas. Entre la familia, el colegio de monjas y mi ambiente laboral lleno de neuróticos, no llego a diez.

Después de una primera cita, siempre me quedo pensando más de la cuenta. Mucho tiempo. Me mato a preguntas. Antes de sepultarme abajo de la cama por estúpida, termino evadiendo el tema. Me concentro en muchas otras cosas. Me chupo la energía. Es una lástima. Con todo esto de Juan me quedé tildada. Se ve que soy extraña. Se ve que no me sale ponerme en pose seductora. Se ve que comparto con ellos el mismo humor sofovichesco, la misma broma escatológica, el mismo código rústico. Se ve que aprendí a entenderlos mejor. Aún vestida de gata, aún con las piernas largas en mi pollera corta, aún siendo sólo una compinche copada. Como digo siempre. Los hombres se entusiasman conmigo. Imposible y concretamente. No se enamoran. La puta que los parió a los hombres.

Amén.


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