
Que la rudeza formal de la matemática sepa perdonar, pero el tres es un número imaginario. No existe. Es el número de la ficción más extraordinaria de la literatura universal (la santísima trinidad); y del triángulo amoroso, una estructura móvil hecha de tres personas reales. O de dos personas reales y una imaginaria, una variación del juego a dos puntas que T. S. Eliot llevó a la cumbre de la representación en La tierra baldía (vengo atrasado: cito de memoria): “¿Quién es el tercero que camina a tu lado? Si cuento, solo estamos tu y yo”.
Vicky, Cristina, Barcelona, la última excursión europea de la filmografía de Woody Allen, convertida a esta altura en un diario de viaje cultural en el que se experimentan y refieren refinamientos anacrónicos y pretenciosos (arte, vino servido en copas Riedel, velas perfumadas, mansiones de extramuros, riesgo sentimental y, como ironía explícita del asunto en cuestión, imágenes en picada de la Sagrada Familia), ha restaurado no tanto el sentido, que fue y seguirá siendo el mismo –el que uno quiera darle-, sino las prácticas ejemplares del triángulo.
La película es un tratado de lugares comunes que falla en casi todos sus frentes, todos abiertos hacia una lección vital y moral. En eso, Allen está mucho más cerca de Closer, de Mike Nichols, que de La mujer de la próxima puerta, de Francois Truffaut. Tenemos un pintor enérgico del modo en que lo fue Jackson Pollock pero pintando cuadros que podrían ser de Joan Miró (Javier Bardem), con sus ropas de fajina artística manchadas de acrílicos, como la composición de un cuadro viviente y ambulante. Y varias mujeres: Cristina, receptiva a las inquietudes zigzagueantes de su deseo formateado por Sex and the city (Scarlett Johansson); su amiga Vicky (Rebecca Hall), a punto de casarse con un oficinista bobina con sede mental en el corazón conservador de los Estados Unidos; y la ex amante del pintor, Marie Elena (Penélope Cruz), una loca reincidente que parece citar de refilón el aura influyente de Gala Dalí y actúa como musa y victimaria del artista. El argumento de la película es el siguiente: te diste vuelta y se armó un triplete.
La presentación de las tres bellezas nos tortura y nos hace una pregunta que no puede ser respondida fácilmente: ¿con cuál nos quedamos? Nuestra imaginación se queda con las tres, pero es una elección que no tiene realidad. El fracaso cinematográfico de Allen no le impide deslizar una adecuada teoría de la duda y, casi, una descripción precisa del triángulo amoroso, algo que en la película es menos una estructura fija que un momento pasajero de incertidumbre y suspenso: una víspera de definición. En eso, el triángulo es una experiencia que funciona contra la bigamia, el matrimonio recargado. Es lo que no se puede mantener, lo que no se puede prolongar. Lo vemos cuando en la casa-atelier-santuario sexual del pintor hedonista se pacta una convivencia de tres que marcha sin remedio hacia el derrumbe. ¿Por qué? Porque, justamente, es un triángulo acordado. La idea de Allen es esta: una cosa es acostarse de a tres o, en todo caso, relacionarse en flujos triangulares; y otra muy distinta es vivir de a tres.
Triangulo amoroso: lo que no es un cuadrado ni una orgía (hay una explicación: no hay enamorados en la orgía). Digamos que un triángulo es, en el fondo, una pareja a la que le sobra algo sin lo que no puede vivir: una amenaza o un fantasma. No se trata de relaciones nuevas. Las antiguas tragedias griegas son, en buena medida, triángulos exhibidos o reprimidos. Pero Anfitrión, la comedia de Plauto, se lleva las palmas. Allí vemos cómo Zeus entra a la cama del dueño de casa y engarza a su mujer, Alcmena, quien lo confunde con su marido (la escena, precursora del “uy, no me di cuenta”, tiene casi 2200 años). El sucesor más conocido de estos temas, William Shakespeare, ha hecho de su obra –exageremos: estamos en una revista semanal- una literatura de triángulos desarrollados bajo la forma del celo, la herencia, el incesto y otras maravillas de la vida diaria. Ahora pasemos de las obras a las biografías para divulgar lo que ya se supo: que Shelley y Dickens fueron amantes de sus cuñadas, ambas con cama adentro.
Antiguo, prehistórico y a la vez futurista, de pronto el triángulo amoroso aparece como una manifestación de la cultura moderna, incluso como la insinuación de una forma nueva que traerá el porvenir como alguna vez el pasado trajo el casamiento de blanco. Es una moda de la sociología que tuvo sus precursores. Hace unos años uno de ellos, el economista Jaques Attali –ex asesor de Mitterand, actual asesor de Sarkozy y autor de una idea bomba: un gobierno mundial para 2050-, escribió un texto que tenía algo del tono profético de Nostradamus y la seriedad gestual de Horangel. No es para risas. No habrá risas en el futuro. Según Attali, así como hace doscientos años no imaginábamos el divorcio legal, el jazz, el arte abstracto y la homosexualidad “sin tapujos”, también hoy podemos hacernos a la idea –al menos no del todo- de que la monogamia desaparecerá algún día. ¿Hacía dónde iremos? Hacia la pareja múltiple: “Por fin reconoceremos que es humano querer a distintas personas al mismo tiempo”. Interpelemos al pensador: ¿esas cosas no ocurren ahora mismo? ¿Esas cosas no ocurrieron siempre?
Así como el triángulo se presenta como la reunión de fuerzas inestables que apenas compensadas destruyen el esquema, la bigamia es la versión legalista del amor con trampas. Está reservada a los obsesivos que deciden armar un triángulo con dos parejas. O con más, como el caso de los mormones, esa casta de creyentes, barbados y generosos, que no contentos con la bigamia, en el paroximo de la esquizofrenia, llegan a probar con tres, cuatro y hasta cinco esposas, como el caso del granjero Tom Grenn, que vivía muy orondo con sus cinco mujeres hasta que el Estado de Texas lo llevó a la corte acusándolo de polígamo. El caso inspiró a los ejecutivos de HBO que lanzaron, hace cinco temporadas, la serie Big Love, en la que protagonista Bill Paxton, algo menos ambicioso que Green, vive con sus tres mujeres.
Voy a contarles una historia que me refirió una alta, altísima fuente de la Corte Suprema de Justicia de la provincia de Buenos Aires. O sea, muy alta: no sé si me explico. Había una vez dos pueblos perdidos de las praderas bonaerenses, ese mar de soja en el que por las noches resplandece la luz mala y su avatar moderno: la cosechadora high tech. En ambos, por temporadas intermitentes, vivía un empleado de la Dirección Provincial de Vialidad a quien llamaremos, para darle lugar a iniciales con prestigio, JFK. Seis meses aquí, seis meses allá. El hábito fue dándole forma a una vida simétrica: dos casas, dos mesas, dos mates, dos camas, dos mujeres.
Un día, lamentablemente, JFK murió. Dos concubinatos simultáneos matan a cualquiera. Lo amortajaron, lo velaron. En eso, mientras una viuda rezaba su rosario a la vera del cajón, se presentó su colega, la otra viuda (algo similar ocurrió cuando murió el padre de Eva Duarte). Hubo un juicio por pensión sobre el que la Corte aún no falló. ¿A quién le toca el seguro de JFK? Los peritos quedaron perplejos al comprobar la perfección simétrica de su vida. No había nada –nada material, nada afectivo- que hiciera pensar que el muerto prefería a una de sus mujeres por sobre la otra. ¿Esa modalidad, enfermizamente distributiva y un poco retardataria, es la que Attali augura para nuestro futuro sentimental? Gracias. Preferimos el matrimonio, o la orgía.
SEXO EN EL ESPACIO. Si hubiese un Veraz matrimonial como parece estar urdiéndose en varios países, incluso en China, las mujeres casamenteras vivirían más tranquilas controlando el mercado de príncipes azules flojos de papeles. El futuro estadístico promete desastres. Solamente en Lima, durante el año pasado, el Registro Nacional de Identificaciones y Estado Civil de Perú detectó 913 casos de bigamia (¿pensaban salvarse de la estadística?). En realidad, es una infracción formal en la que incurren los bígamos fiacas, quienes emprenden una nueva convivencia sin haber tramitado el divorcio, lo que no siempre significa que tengan dos familias, dos esposas o dos servicios codificados de fútbol.
De todos los triángulos hubo uno solo al que podemos llamar astrodelictivo. Sus integrantes son ¡astronautas de la NASA! Si es cierto que amar es orbitar, aquí tenemos la prueba. El hecho parece inspirado en más de un detalle en Nosotros tres, una novela de Jean Echenoz publicada en 1996, en la que el triángulo amoroso se desarrolla con gravedad cero (en la cápsula espacial hay, por razones obvias, una eyaculación memorable). El hecho real –si podemos llamar real a algo vinculado a la NASA- sucedió cuando la amante despechada de un ex tripulante del Discovery, William Oefelein, se presentó en la agencia espacial, secuestró a su competidora con métodos violentos que incluyeron una navaja y gas pimienta en aerosol, y la mantuvo a su merced hasta que, digamos, intervino CONTROL.
Pero si salimos de Vicki, Cristina, Barcelona ha de ser para regresar a su interior de clichés y su idea del amor como una el sexo de allen. El director buscó la manera de narrar una trilogía amorosa 04 sucesión de escenas. En una de ellas, en la que tiene lugar el corolario violento del -si no me equivoco- quinto triángulo, el personaje protagonizado por Penélope Cruz ingresa armada a la casa del pintor-que-toma-vino-tinto-y-pinta-con-anteojos. Es el momento moral de la película. Un milímetro cuadrado de sangre es suficiente para detener la profusión de triangulaciones. Woody Allen, como la mayoría de los humanos que incurren en los riesgos del triángulo, retira sus criaturas antes de la tragedia. La inminencia de tragedia, el horizonte de sangre, es el principio de realidad que nos lleva del menage a trois a casa. El descontrol burgués es, básicamente, una medida.
Oh, Attali, Attali. Si supieras que por debajo de tus predicciones de pareja múltiple (los dioses no lo permitan) actúan las fuerzas ocultas de la autoayuda no dudarías en entregarte a la desagradable cultura del status quo. Ni filósofos, ni profetas, ni estadísticas. Ni siquiera números. Las fuerzas ocultas que alertan a los miembros inadvertidos de un triángulo amoroso, víctimas que no ven qué se cocina a sus espaldas, son –capaz que no- las de la autoayuda. De toda la literatura trash que se mueve como una nube tóxica por los canales de divulgación electrónicos hay una que llega al corazón. Es un breve catálogo de protección, una profilaxis que actúa contra los cuernos de los terceros excluidos de la escena pero siempre incluidos como fantasmas. Lo pesqué en un reporte de la agencia EFE y lleva la firma de Rocío Gaia.
Es una pena no poder transcribirlo en su totalidad. En resumen, el trabajo refiere los peligros en diversas categorías de riesgo: Está a punto de ocurrir, Quizá ocurra desde hace un tiempo, Le gusta su pareja pero no avanza, e Imita el comportamiento de la otra persona. Hemos pasado, como ven, al servicio público. Si alguien mira a tu pareja “con las piernas cruzadas en su dirección y el torso inclinado hacia delante”, si “descansa la mano en la base del cuello con los dedos extendidos”, la nube negra del triángulo se avecina. ¿Cómo intervenir? Fácil: para pescar el bagre de la traición “girá la cabeza de forma que no puedan ver tus ojos (y que parezca mirar hacia otro lado) y seguí observándolos. Pretende mantenerte absorto/a en algo y observa. Descubrirás montones de contactos auto-erótico (acariciarán sus propios labios, cuellos y brazos) y acicalamiento (se arreglarán la ropa y el pelo para mostrar su mejor aspecto)”.
Las lecciones de lectura e interpretación del amor furtivo continúan. Atención: si a tu pareja le gusta alguien “que no debería” gustarle, perderá la familiaridad con esa persona, por lo tanto la descubrirás. ¡Perra lasciva! "¿Adoptan las mismas posturas? ¿Hablan con igual volumen? ¿Dan sorbos a sus copas al mismo tiempo? Si es así: ¡malas noticias! Es porque están conectados a nivel subconsciente”. Si tienen un poco más de dolor que entregar a esta nota, sigamos: “Si además tu pareja se pone rígida, se remueve o retrocede ante los acercamientos o mimos que usted le dispensa, se niega a involucrarse en una conversación íntima con usted y aleja su cuerpo de usted cuando habla con la persona bajo sospecha, ya casi está todo dicho: casi seguro que ellos se entienden”.
EL LANCE DEL PINTOR. Vicky, Cristina, Barcelona termina donde empieza: en un aeropuerto. De modo que el triángulo es un viaje y, desde el punto de vista de Woody Allen, un viaje turístico. En eso España es una buena oferta: un poco de La pedrera de Gaudí, un poco de bicicleta con pic-nic (un poco de retroceso cultural que el hastío del confort formula como evolución), unos acordes de Albéniz bajo la noche estrellada, un triángulo amoroso como quien entra a un simulador del sexo –y deja caer una sola ficha- y el merecido regreso a Nueva York donde las heroínas recordaran qué lejos han ido con sus cuerpos hermosos.
Sin embargo, hay un episodio –es cierto: afectado y efectista-, en el que se resume una idea que parece desplazarse hacia afuera de la película, hacia donde las cosas podrían obtener pensamientos más serios. Vicky y Cristina (Johanssen & Hall: no pueden ser más bonitas) cenan en un restaurante de Barcelona donde, por supuesto, sobra diseño. Todo está tan acomodado, en un orden y un clima y un baño de luz tan exacto para la evocación futura de ese momento y ese lugar que dan ganas de poner una bomba para que verdaderamente pase algo. El pintor Bardem se levanta de su mesa y, como un gran felino, se acerca a las turistas americanas y las invita a acostarse con él durante el fin de semana. La escena es buena porque representa un momento de verdad. Sin ninguna conversión, sin ninguna pérdida, el pintor acaba de decir lo que desea, una operación que en la vida cotidiana presenta sus dificultades.
Algún día abordaremos el cuadrado amoroso (¿sabía usted que el hermano de la mujer de Sigmund Freud, Eli Bernays, se casó con la hermana de Sigmund, Anna Freud?). Pero aun no hemos terminado nuestro asunto del día. ¿Qué ocurriría si el triángulo, un formato en general furtivo que encuentra en la clandestinidad casi todo lo que puede dar, pudiera solicitarse abiertamente, con la naturalidad con que se ordena una ensalada? Habría que preguntarle a Attali, que se las sabe todas. Lo cierto es que lo que Allen recrea como un vínculo entre sociedades más o menos evolucionadas –Estados Unidos se maneja con pares, España con triángulos- naufraga como sistema. El triángulo es una máquina que anda y no anda. Cuando anda, lo hace bajo la forma de una aventura del placer, a la que el pintor Bardem resume en dos o tres lugares comunes que derivan en un enredo sentimental: “la vida es breve, la vida es dolorosa”. Si el asunto, como lo plantea el personaje, es agitar un fondo de tragedia humana, holocaustos y muertes para llenarle la cabeza de fantasías animales a esas dos bellezas americanas, lo felicitamos. En el fondo es una variación de una vieja frase que, aun vulgar, contiene un contenido de verdad: “a coger que se acaba el mundo”. Sin ese porvenir de fatalidad, sin esa urgencia de apocalipsis, todos los triángulos amorosos terminan en un matrimonio blanco.
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